El “síndrome quijotesco”

Foto: ©Mirta Rojo

El director y guionista Álvaro Brechner reflexiona sobre sus sensaciones tras ganar el Goya a Mejor Guión Adaptado por La noche de 12 años

 

Por Álvaro Brechner |

Días después de la ceremonia de los Goya, la revista de la Academia me pidió escribir unas líneas sobre el guión de La noche de 12 años. Si me resulta siempre difícil hablar sobre el misterioso proceso al que nos dedicamos, más me costaba pensar qué decir que no haya dicho ya, o sobre mi forma de ver nuestra profesión. Me dieron hasta hoy de noche para enviar, y con pudor no se me ocurría qué escribir ni agregar. Hasta hace unos diez minutos, cuando mi hija Alaia de 10 años se acaba de ir a dormir después de leer juntos el capítulo nueve de la versión en comic de El Quijote ilustrada por Rob Davis. Y me quedé pensando en que quizás yo nunca hubiera hecho cine de no ser por Cervantes. Probablemente sin ese libro –que es mucho más que un libro, porque es un manual de libertad y pensamiento– seríamos muchos los que no podríamos balancearnos entre nuestras angustias, fantasías, dudas, ambiciones, amores y desencantos. Pero ante todo, las ansias de libertad que los individuos poseemos y nuestro miedo al ridiculizante efecto del choque con eso que algunos llaman “realidad”.

Evito sobreanalizar mis películas o sus procesos, pero, pasados los meses y años, me doy cuenta de que siempre vuelvo a lo mismo. A ciertos temas que te poseen y se adueñan a veces a pesar de uno. Y siempre vuelvo al “síndrome quijotesco”, de las batallas que suceden dentro de la mente de un individuo frente a la alienante situación exterior; al uso de la fantasía e imaginación como herramientas de supervivencia; al compañerismo y compromiso con individuos absolutamente distintos a uno pero esenciales para dar sostén a nuestras ansias de espíritus libres.

Creo que cuando uno se lanza a escribir un guión se convierte en una especie de aventurero, de explorador sobre la condición humana. Independientemente de dónde parte, lo único de lo que dispone es de una brújula que le indica el Norte. Un punto al que nunca se llega pero le permite transitar una selva en la que no está nunca seguro de qué es lo que se va a encontrar. En La noche de 12 años la pregunta fundamental era: ¿cómo hace alguien, ante circunstancias extremas que niegan todo aquello que conoce de su existencia, para seguir conservando su condición humana? De alguna forma, creí que la única forma de contar el qué les había pasado era adentrándose en el cómo lo habían vivido.

Cómo traducir esa experiencia sensorial a través de la imagen y sonido, transmutada por una visión distorsionada a través del aislamiento total, era un reto más propio del ámbito de la experiencia que del relato. Me gusta pensar que el cine, en sus vertientes más altas, es un viaje. En turismo uno ve cosas. En el viaje uno las experimenta, y no vuelve igual que como salió.

Mientras escribo estas líneas, vuelvo a pensar en el ingenioso hidalgo. Y me resisto a creer que, tal y como se relata, Alonso Quijano se convirtió en caballero andante por perder el juicio de tanto enfrascarse en la lectura de caballerías. Quiero creer que se convirtió en Quijote por decisión propia de vivir y experimentar en secreto una vida imaginaria. En el fondo, escribimos, leemos, filmamos, vemos y escuchamos para sentir, compensar y sublimar esa tremenda noticia que recibimos al recién llegar a este mundo, y que nos dice que la vida es una sola. Así de grandiosa y así de restringida. Y por eso creo que nos gusta lo que hacemos, porque en el fondo tiene el inmenso e inagotable valor de la inalienable libertad de lo gratuito que nadie puede quitarnos, que se vale por sí misma, porque no deja ser una antojadiza venganza a nuestro fugaz paseo. Al fin y al cabo, somos el fiel reflejo de lo que imaginamos que somos.