Eligio Montero y Salvador Simó, Pablo Remón y Daniel Remón, Isabel Peña y Rodrigo Sorogoyen y Javier Gullón reflexionan sobre sus guiones para Buñuel en el laberinto de las tortugas, Intemperie, Madre y Ventajas de viajar en tren, respectivamente

Nuestro viaje con Luis Buñuel al laberinto de las tortugas | Por Eligio Montero y Salvador Simó

Se dice que una gran novela es una historia que ha encontrado su forma perfecta de expresión. Por eso, cuando nos planteamos adaptar un cómic que trataba sobre el rodaje de Las Hurdes (Tierra sin pan) por Luis Buñuel en 1933, tuvimos claro que teníamos que buscar nuestra historia y nuestra forma de contarla más allá de las viñetas. Ahí comenzó nuestro viaje.

El primer paso fue profundizar en Luis Buñuel, tanto el artista como la persona, y ver cómo eran él y su época. Pero hasta que de alguna manera no salimos de la sombra del gran maestro en el que se convirtió y entendimos que estábamos contando una historia de un joven director de 32 años que buscaba su voz, no encontramos al personaje de Luis.

Leíamos todo los que nos caía en las manos sobre Buñuel, repasamos sus películas, vimos entrevistas con él, hablamos con expertos como Ian Gibson y Javier Espada, e incluso tuvimos el privilegio de visitar en numerosas ocasiones a su hijo, Juan Luis Buñuel, en París. “Cuando terminéis la película la traéis y la vemos juntos”, fueron las palabras que nos regaló en nuestra última entrevista antes de iniciar su largo viaje.

Poco se sabe sobre el rodaje de Las Hurdes. Pero es cierto que algo ocurrió allí, el surrealismo de Luis pasó de ser estético a un surrealismo más ético, basado en el comportamiento de las personas y vemos esa consecuencia en Los olvidados. Esa ausencia de información jugó a nuestro favor y nos permitió retratar al hombre, con sus luces y sombras, y fabular sobre qué había operado el cambio. Nos dio la oportunidad de incorporar nuestra propia visión y voz a esa historia, igual que había hecho Luis hace ochenta años con la realidad de Las Hurdes. Hacer una representación dramática de lo que ocurrió e, igual que él, vimos que la clave no solo estaba en la parte artística, sino en la humana…

Porque si bien la trama es sobre un rodaje, la miseria de un lugar y la búsqueda de una voz propia por parte de Luis, el tema, el alma de esa historia, es su amistad con Ramón Acín. Un relato de lealtad y sacrificio, de cómo los egos y las situaciones difíciles pusieron a prueba esa amistad y como esta se fortaleció incluso más allá de la muerte. Un viaje que, sin ser tan extremo y trágico, también recorrimos los implicados en la escritura, antes ni nos conocíamos y ahora somos amigos. Todo un regalo.

Y ese fue nuestro gran descubrimiento: Ramón Acín, el otro gran protagonista de la historia. El amigo que financió Las Hurdes por amistad y compromiso, y puso la carrera de Luis en el carril que lo llevaría a ser Buñuel.

Por eso, nuestra película es un homenaje a Ramón Acín. Verla con su nieto en el estreno de Málaga y obtener su aprobación y aprecio resultó emocionante.

Mancharse las manos |  Por Pablo Remón y Daniel Remón

Nunca habíamos adaptado una novela. Todos los guiones que habíamos escrito eran originales. No estaba entre nuestros planes, pero cuando nos llamó Pedro Uriol, de Morena Films, y nos ofreció adaptar Intemperie, la novela de Jesús Carrasco, no lo dudamos. Conocíamos la novela. Uno de los dos la compró atraído por la rotundidad del título (bella palabra “intemperie”, como destemplanza); el otro por la portada (una oveja blanquísima de perfil, con el hocico rosado como el vientre de un recién nacido). La leímos y pensamos que estaba escrita para nosotros. El mundo rural, el delicadísimo gusto por la palabra, la descripción de un paisaje que es a la vez descripción moral de un universo menos lejano de lo que a todos nos gustaría. Le ha pasado a mucha gente, porque la novela es excepcional; capaz de levantar una mitología de nuestro pasado reciente. No dudamos y dijimos que sí. Con cualquier otra novela posiblemente no lo hubiéramos hecho, o lo hubiéramos hecho de otra manera. Adaptar esta nos pareció un reto: un reto, lo sabíamos desde el principio, muy difícil o directamente imposible. La novela es muy querida por muchas personas. “Me gustó más el libro”, iba a decir mucha gente. Una novela, y más una novela como esta, es una invitación permanente a imaginar, y con la imaginación no se puede competir. Uno lee un libro y proyecta en los personajes las caras y las voces de sus seres queridos; en las descripciones, los paisajes conocidos. Esa es la grandeza de la literatura. El cine, por el contrario, es el reino de lo concreto. Adaptar es traducir. Y traducir es traicionar. Jesús tuvo la generosidad de hacerse a un lado, un acto por el que le estaremos eternamente agradecidos. Ahí hubo que remangarse: cortar, pegar, inventar, cambiar, recortar… Hubo que mancharse las manos para operar al animal. Suele ocurrir que al convertir una novela en película haya que reducir mucho la trama. A nosotros nos pasó lo contrario; tuvimos que llenar huecos que la novela, tan esencial y elíptica, deja a la imaginación del lector. Fue necesario si queríamos tener una película. Por suerte, el cine también puede cosas que la literatura no: por ejemplo, mostrar la mirada de un niño. Esa mirada (igual que la del resto del elenco) justifica para nosotros la película. Y esta nominación, que nos hace muy felices, queremos compartirla con Jaime López, el niño, con Benito Zambrano, con Jesús Carrasco, con Pedro Uriol y Juan Gordon y con todo el equipo, porque si algo bueno tiene esto de escribir películas en lugar de novelas es que no estás nunca solo.

Decir adiós | Por Isabel Peña y Rodrigo Sorogoyen

En cuanto surgió la realidad de convertir el cortometraje en largo, dejamos en la nevera el proyecto en el que estábamos trabajando en ese momento y nos pusimos a escribir Madre, es decir, a empezar a pensar en ella. Las primeras semanas nos encontrábamos completamente perdidos. Solo sabíamos dos cosas: que no queríamos seguir la historia en forma de thriller y que la que nos importaba era Elena, no resolver el misterio de la desaparición del niño. El resto estaba en negro.

Entonces nos pasó como a Georges Braque, que primero encontramos y después nos pusimos a buscar. Lo que habíamos encontrado era la luz. Para nosotros fue una liberación, porque después de tres películas juntos que habían viajado directas y sin frenos hacia la oscuridad, saber que nuestra Elena iba a acabar en un lugar mejor al que empezó nos daba muchas ganas de seguir buscando.

Durante esta exploración, el misterio sobre la desaparición del hijo se transformó en otro misterio: ¿por qué Elena y Jean se buscan mutuamente?, ¿qué es lo que están empezando a sentir el uno por el otro?, ¿hace falta ponerle un nombre?, ¿nos atrevemos a contarlo…? Las películas que dos maestros escribieron y rodaron en 1971 nos dieron la seguridad que nos faltaba. Louis Malle y su soplo al corazón, André Cayatte y su morir de amor. La lección aprendida, como guionistas y como terrícolas, fue valiosa: los pasos de la libertad de expresión creativa solo pueden ser hacia delante.

Y así seguimos buscando y encontrando, y nos dimos cuenta de que no necesitábamos una estructura para contar esta historia. Al contrario: queríamos ser libres, todo lo posible, para contar la vida de Elena, roída por la incertidumbre, errática y encadenada a esa playa, valiente en un coche con tres tíos agresivos pero que se muere de miedo cada vez que tiene que abrir el sofá cama. Una mujer que lleva diez años anestesiada hasta que la luz la empieza a despertar. Solo despierta puede prepararse para perdonar y para decir adiós.

Lasaña infinita | Por Javier Gullón

En el verano de 2014 recibí un email de Leire Apellaniz y Aritz Moreno: habían fundado recientemente su productora y me proponían la adaptación de una novela titulada Ventajas de viajar en tren. Conocía el corto que había dirigido Aritz –me había gustado mucho– así que decidí leerme la novela.

Es divertido escarbar en los archivos de gmail para rescatar lo que les contesté un par de semanas después. Este es un extracto: “Una maravilla. Una orgía de meandros plagada de imágenes y situaciones potentes. Muy divertido. Muy bien escrito. Entiendo perfectamente que hayáis adquirido los derechos, aunque se trate de una adaptación especialmente difícil. Imagino que todas lo son, pero los retos de esta son quizás menos comunes. Tengo mucha curiosidad por saber qué película tiene en la cabeza Aritz como director”.

Una reunión con Aritz poco después bastó para decir que sí: había fuertes conexiones entre nosotros que iban más allá del cine. Hablo de ramen, de croquetas, de estar tranquilo y de decir cosas sin hablar mucho.

El proceso de adaptación de Ventajas de viajar en tren fue muy feliz por tres razones: la tremenda libertad creativa que nos dieron los productores, Leire Apellaniz, Merry Colomer y Juan Gordon; la novela de Antonio Orejudo, fértil, jugosa y con capas como una lasaña; y por contar con un director no solo volcado sino hermanado.

Creo que apenas hicimos tres o cuatro versiones. La novela que algunos consideraban inadaptable se convirtió en guión de manera muy natural, siendo bastante fieles y al mismo tiempo tomándonos las licencias que sabíamos que teníamos que tomarnos. La estructura fue quizás lo que menos problemas generó. Fue más una cuestión de elegir qué entraba y qué se quedaba fuera y, sobre todo, de manejar el punto de vista: necesitábamos apoyarnos en una protagonista que nos ayudara a navegar los –supuestos– tres actos y necesitábamos darle a esa protagonista un motor; sabiendo por otro lado que en la endiablada narración había muchos motores y muchos puntos de vista.

Cinco años después de aquel primer contacto, Ventajas de viajar en tren se estrenó en el Festival de Sitges. Las imágenes que Aritz creó junto con todo su equipo no hicieron sino elevar el guión, y ese es el sueño de todo guionista.  Me gusta pensar que el resultado de la película se acerca a esta frase sacada de aquel primer email sobre la novela: Una orgía de meandros plagada de imágenes y situaciones potentes. Muy divertida.

Una crítica la definió como una pizza eterna. Aunque me gusta mucho la definición –y la pizza– yo creo que la película es más bien una lasaña infinita.