Ángela Molina: “El cine me ha hecho formar parte de lo que soñamos juntos”

“Solo porque he recibido tanto de la vida, encuentro esta noche el valor para dirigirme a todos vosotros”. Sobre un escenario vaciado por las circunstancias, pero firme en su dignidad, Ángela Molina recibía el pasado 6 de marzo el premio que la reconoce, en términos de la Academia, como uno de esos milagros que de vez en cuando ocurren en el cine español. Con esas palabras a lo Violeta Parra envueltas en gracejo lorquiano, Molina arrancaba un discurso de agradecimiento que volaba de su familia a sus compañeros y compañeras, y que al tiempo se hundía en las raíces del escenario sobre el que apareció flotando, raíces que se mezclan con las de esos otros escenarios y platós que lleva transitando medio siglo, pisando amorosamente sobre las huellas de su padre.

Encima de las tablas y frente a las cámaras que siempre ha conquistado, Ángela Molina ha sido Cleopatra, Conchita, Amaiur, la señora Robinson, la dama del mar, Annunziata, María Magdalena, Charo, Fernanda, la bruja blanca, Carmen, Rebeca, Pepita, la hermana Ángela, Lola, Charlotte o Doña Sofía. Ninguna edad, ningún idioma, ninguna clase, ningún porte y se diría que ninguna mujer escapa al espectro interpretativo de la Goya de Honor 2021, que tocada por Luis Buñuel, Manuel Gutiérrez Aragón, Pedro Almodóvar, José Luis Borau, Jaime Chávarri, Bigas Luna, Josefina Molina, Ridley Scott, Lina Wertmüller, Giuseppe Tornatore, Marco Bellocchio, Agustí Villaronga, Pablo Berger, Fernando Colomo, Julio Medem, Paco Cabezas o Luigi Comencini ha descendido en incontables ocasiones desde el reino etéreo de los sueños, que explicaría su presencia y su belleza, hasta las aguas del mundo terrenal. Como esa ‘paloma blanca como la nieve, que la otra tarde bajó al río porque bañarse quiere’.

|Por Enrique F. Aparicio | Fotos: Papo Waisman

 

Recibe el máximo reconocimiento que le pueden dar sus compañeros. ¿Cómo toma ese amor de los suyos?
Es emocionante, y cobra un sentido íntimo y misterioso. Aunque uno nunca lo espera, cuando sucede es un milagro. Es un sentimiento de amor que te lo provocan los demás y eso es lo más valioso. Uno hace lo que hace y es lo que es, y nunca piensa que algo así va a suceder. No se puede vivir en esos términos, creyendo que mereces algo simplemente porque amas tu trabajo.

En septiembre de 1974, la revista Fotogramas publicó una foto suya, antes de que comenzara su carrera de actriz, con el titular “Una bella promesa”. ¿Se ha cumplido esa promesa?

Una promesa… Prometo respetar y amar lo que hago. Esa promesa sí se ha cumplido.

¿Cómo era la Ángela Molina que aparecía en esa portada? ¿Qué esperaba de su trabajo y de su vida?Yo era bastante tímida, contradictoria, gamberra. Era una mezcla potente, aunque en mi interior sobre todo era tímida. Yo amaba instintivamente la interpretación, fue ella la que vino a buscarme. La primera vez que dejé mis fotos, siendo muy niña, fue en la oficina de representación del hermano de Paco Rabal, Damián Rabal. Entregué las fotos y me quedé esperando. Al rato salieron a decirme que lo sentían, pero que había muchas chiquitas como yo, jóvenes y guapas, y que no había cupo para más. Con muy buenas artes, me vinieron a decir que no era el momento. Así que empecé con un no. Me imagino que lo sufriría, pero como a esa edad tienes toda la vida por delante y la ilusión es más grande que tú misma, seguí intentándolo. Los síes y los noes son parte de lo que te toca asumir cuando apuestas por este oficio. A lo largo de toda mi vida ha seguido siendo así. Ese primer no me dio más ganas de luchar.

Después, como decía, fue la profesión la que me vino a buscar. En Fotogramas hicieron ese reportaje, que consistía en sacar a hijos de artistas, y allí estábamos Lolita o yo. A raíz de esas fotos me llamó César Fernández Ardavín, que ya había sido premiado en Berlín por El lazarillo de Tormes y que en esa época ya era muy mayor, para hacer su penúltima película, que fue la primera mía, y que lleva por título un mandamiento, No matarás. Trataba de una jovencita que se metía en el laberinto de verse obligada a abortar, sin las medidas adecuadas, y moría. Era una mártir de la sociedad del momento. Guardo un recuerdo muy noble de César, me cuidó muchísimo.

Siendo hija de Antonio Molina, el ambiente artístico en su casa debía ser absoluto.
Era el pan de cada día, no he conocido otra cosa que ese mundo. Dedicarme al arte fue una continuidad. Hay una anécdota graciosa: cuando yo tenía cuatro o cinco años, le pidieron a mi padre en una de sus películas que aparecieran sus hijos. La acción era que él llegaba a casa, en un patio andaluz, y sus hijos recibían el beso de su padre, que llegaba de una larga tournée. ¡Como la vida misma! Todos lo vivimos como un juego. Yo, que medía un palmo, me puse a esperar mi turno coronada por dos trenzas que me habían hecho. Como era la más pequeña, mientras los otros avasallaban a mi padre yo me quedé la última. A mis hermanos se les veía bien, pero como me quedé rezagada a mí se me veía de espaldas. Solo se me veían las trenzas. Y cada vez que veíamos la peli, mis hermanos se reían siempre y me decían: ¡no se te ve la cara! ¡No se te ve la cara! Y claro, yo lloraba [ríe].

Durante sus primeros años se forma en la danza.
Siempre he amado la danza, en todos sus aspectos: la clásica española, el flamenco más profundo y rabioso, la contemporánea… Estoy formada en ballet clásico y danza clásica española, de la que tengo el título de maestra. Cuando acabé COU me puse a dar clases para ganarme un dinerito. Me tiraba muchas horas con mis alumnas porque disfrutaba tanto que se me iba el tiempo. Entonces irrumpió el cine.

¿Cómo recuerda su primer día de rodaje?
No tuve demasiada sensación de que era la primera vez, aunque sí recuerdo muy bien la primera toma, en la que me sentí como un pez al que sueltan en el agua. Me dije: aquí es donde me siento feliz. Percibí el misterio y el privilegio de encontrar mi razón de ser en un instante. Rodé aquella película desde la inocencia total, y quiero recuperarla porque creo que podría aprender mucho viéndola ahora.

Después de No matarás vino No quiero perder la honra.
Una película deliciosa, con Pepe Sacristán. Yo hacía de su prima, y él trataba de ayudarme metiéndome en una casa de prostitutas para que bailara vestida de pollito. Una situación absurda en la que nos ayudábamos entre nosotros. Esta cinta tenía algo del neorrealismo italiano, de esa lucha por sobrevivir y esa inocencia. Después me fui a Barcelona a hacer La ciutat cremada y Las largas vacaciones del 36, que me permitieron conocer a grandes amigos y contar la historia del país. En la primera era una hija de la alta burguesía catalana, y en la segunda una criada ácrata. Siempre me ha gustado trabajar en Barcelona.

Eran los años de la Transición, ¿tenían conciencia de que el cine que hacían era importante?
El cine era más necesario que nunca, para tomar conciencia del pasado y del presente. El cine puede ser el lazo de unión que da sentido a las cosas. Siempre es así, y entonces más. Imagina esos primeros cineastas que se atrevieron con historias libres… El cine es el reflejo de nuestra vida y viceversa.

Poco después llega Camada negra, su primera película con Manuel Gutiérrez Aragón. Alguna vez ha declarado que este cineasta le ha dado algunos de los mejores papeles de su carrera. ¿Lo mantiene a día de hoy?
Sí. Manolo me ha hecho muchos regalos en forma de personajes. Personajes que me han hecho comprender mi historia personal. He podido reflejar la vida de mis abuelas, de mi madre. Eso es un regalo, es heredar mi historia personal a través del cine, y devolver lo que el cine me ha dado a mí con esos personajes. Inspirarme en esas mujeres es lo más poderoso que podía soñar.

¿Cómo era su relación con los directores y sus directrices en esa primera etapa de juventud?
Era una actriz intuitiva, pero más reservada. Quizás era egoísta, sin quererlo, por mi inocencia. Absorbía todo lo que me pedían, para tratar de entenderlo y ser uno con ello; pero por timidez e inexperiencia no era como soy hoy. Ahora me gusta aportar, modificar, la posibilidad de cambiar cosas… Entonces con lo que tenía ya tenía bastante, así que era respetuosa y me sentía agradecida a los directores que me daban la oportunidad de trabajar con ellos.

Foto: ©Papo Waisman

La cadencia infinita de Buñuel

Mientras rueda Nunca es tarde, de Jaime de Armiñán, recibe la visita del hijo de Luis Buñuel.
Vino Juan Luis y me dijo: mi padre quiere verte. Tenéis una cita tal hora tal día en el Hotel Plaza, que es donde vive.

¿Recuerda el primer encuentro?
Como si fuera hoy. Nada más empezar a hablar de él, me sale su cadencia en la voz. Ese es su poder: cualquier segundo que hayas pasado con él queda con una importa en tu vida, como si fuera un tatuaje en el corazón. Forever. Yo me acuerdo de mi rodaje con Buñuel como si fuera una película que he visto cada día de mi vida. ¿Cómo se logra algo así? Esa era su genialidad. La primera cita con Buñuel la tuve en Madrid. Fue una larga conversación, absolutamente familiar. Cuando salí por la puerta ya le echaba de menos.

Para una actriz joven, ¿imponía ponerse delante de Buñuel?
Yo era muy inocente en eso, trataba a todo el mundo igual. No me sentí diferente con él porque fuera un genio, incluso diría que todavía hoy creo que no me di cuenta del genio que era. Eso sí, yo fui siempre al cine, vivía necesitando el cine. Iba mucho a la Filmoteca, me veía todos los clásicos: Rossellini, Truffaut, Kurosawa, el que tocara. Salía mutada, era otra persona al salir de la sala. Además, en casa éramos tantos que no me echaban de menos, podía ir todas las veces que quisiera [ríe]. Por eso, lo que sí fue distintivo es que conocía a Buñuel, conocía su obra.

De hecho, tenía un contencioso con él. Días antes de que me llamara, había visto El discreto encanto de la burguesía, y una escena me había cabreado. Porque yo dialogaba sobre su cine, conmigo misma y con él. Pensaba: qué morro tiene, cómo pueden estar los personajes hablando tanto tiempo de unas postales que el espectador nunca ve. Hasta me salí de la sala. Pero volví al día siguiente y la terminé de ver. Y al poco, me llamaron.

¿Cómo fue preparar una película en la que dos actrices hacen el mismo papel? Era algo que causaba y causa confusión.
Me consta, lo he vivido. Cuando presentamos la película en Nueva York, bajando con el público había una señora que le iba diciendo al marido que qué raro que hubiera dos actrices para el mismo personaje. Y contestó él: “ah, pues yo no me he dado cuenta”. Eso lo he oído yo. No hay personas más diferentes que Carole [Bouquet] y yo, así que fíjate lo que logra hacer Buñuel con ese juego, lo que provoca en el entendimiento de las personas. O das por hecho que somos la misma o te distorsiona y la experiencia es única. Buñuel es caleidoscópico, es capaz de entrar en el subconsciente. Se recrea en lo desconocido desde lo más sencillo. Su cine es insondable, inabarcable, genial.

Para mí era un dato más de mi personaje, algo interesante. Además, Carole y yo nos hicimos muy amigas, porque compartíamos muchas cosas. Teníamos 20 años y nos alquilaron apartamentos contiguos, así que compartíamos el trabajo y la vida.

Cuando llegué a París, quedamos las dos con Buñuel, y Carole llevaba una carpeta llena de preguntas y reflexiones, muy profesional y bien armada. Ella estudiaba con Antoine Vitez, un coach de actores y director de teatro muy reconocido. Yo no llevaba nada. Ella empezó a preguntar y Buñuel le dijo: los problemas que se te presenten ahora no van a ser los mismos que cuando estemos rodando, así que no te preocupes, que lo iremos viendo día a día. Y así fue.

¿Cómo elegía Buñuel quién de ustedes dos hacía cada escena?
Se lo tendríamos que haber preguntado a él, pero yo diría que era su propio instinto. Él nos guiaba en su historia, nos avisaba con un tiempo razonable de qué escenas haríamos, pero ni siquiera lo sabíamos el día anterior. Las dos nos sabíamos el papel completo, nadie sabía qué escena nos iba a tocar. Jamás me sorprendió ninguna de las que me indicó ni eché de menos las otras: él lograba eso. Además fue la primera vez que trabajamos con vídeo. Después de hablar mucho sobre la escena, de transmitirnos lo que necesitaba desde el punto de vista técnico y de sentimientos, rodábamos el ensayo. Y tras rodarlo, veíamos la escena en la pantalla. Ahí es cuando nos indicaba cosas muy precisas: ponte un poco más allá, coge así esa taza… Él era casi un pintor. Cuando emocionalmente la escena estaba en su sitio, con el vídeo daba pinceladas.

Buñuel tenía la facultad de generar en el actor la necesidad de parir la escena. Cuando estábamos a punto de parir, se rodaba. Y se rodaba una vez, porque esa era la escena. A veces, muy pocas, el equipo le decía que hiciéramos otra por alguna cuestión técnica; solo en ese caso se repetía. Algo que no he vuelto a vivir en ningún otro rodaje.

También usaba algún método menos ortodoxo, como gastar bromas.
Fernando Rey tenía que aparecer vulnerable en una escena, mostrarse quebrado por ese amor ideal que él sentía por una mujer a la que creía inocente. El trabajo de ella era bailar desnuda delante de los turistas, y cuando él lo descubría se le rompía el corazón. En una escena siguiente, en la que yo me sentaba en sus piernas para decirle que no tenía importancia, que era mi trabajo, él tenía que estar muy frágil y desconcertado. Y Fernando era lo contrario a eso. Era un señor muy noble y muy entero, por lo que esos colores de lo humano no le resultaban tan fáciles de transmitir.

Así que me dijo Don Luis (así le llamaba y le llamo siempre, y bien alto, porque me lo pidió el primer día y jamás se me olvidó): “Ángela, justo antes de rodar dile a Fernando que no puedes rodar así, que le huelen mucho los pies”. Me tronché un momento discretamente, pero así lo hice. Fernando se puso rojo como una amapola, por primera y única vez en la película, y superó su escena con ese trauma. Fue genial.

También hubo algún desencuentro con los extras de esa escena en la que baila desnuda.
Cuando subí a tomar un café donde estaban, antes de rodar, escuché que se iban a ir porque “nadie les había dicho que era una película porno”, y que ahora tenían que entrar a ver a una señora desnuda. Y les dije: ¡si soy yo! ¡No es una película porno, es una película de Buñuel! ¡No pasa nada! Me miraron como la desconocida que era para ellos, y me sonrieron muy amablemente, pero se largaron. Así que el público de esa escena es el equipo del rodaje. Fue muy loco. Y en cuanto terminamos de rodar, Buñuel empezó a gritar como si hubiera caído una bomba: “¡tápenla! ¡Tápenla! ¡Tápenla!” [ríe]. Porque era muy respetuoso, absolutamente protector.

También, y es una constante en la primera parte de su carrera, era un hombre muy mayor.
Sí, fue su última película. Es curioso. Cuando empecé a trabajar con Buñuel yo acababa de perder a mi abuelo, de hecho en nuestro primer encuentro me recordó a él y me emocioné. Él se enteró de la pérdida y algo le hizo clic. Es cuando me di cuenta de que llevaba tiempo trabajando con directores mayores, y de que eso me daba muchísima tranquilidad. Me enseñaban desde un lugar diferente, por ser realmente mayores, de más de ochenta años, y estar más cerca del milagro.

Ese oscuro objeto… es una historia de un amor destructivo, en el que el hombre agrede físicamente a la mujer. ¿Cree que supera la visión de los ojos actuales?
¿Y qué historias contamos en el cine, si no son las que sufrimos? Creo que los ojos actuales entenderán la historia, entenderán su contenido. El día que rodamos esa escena, Buñuel vino con los ojos hinchados, como de haber llorado, aunque ya venía con su sonrisa. Y me dijo: me he emocionado, porque me ha recordado un momento de mi vida. Se refería a cuando el personaje la abofetea y le hace sangre en la nariz. Hay mucha enjundia en la vida amorosa.

¿Diría que es la película más importante que ha hecho?
No soy capaz de comparar, en el amor no se compara. Son todas necesarias en mi vida, porque son mi vida. Sí que es la película que me hizo romper fronteras y trabajar en todo el mundo. También me ha hecho disfrutar de una relación con el público muy potente. La gente de cualquier parte del mundo disfruta del cine de Buñuel, y es un honor formar parte de él. He estado en muchas charlas y muchas historias a raíz de él.

Foto: ©Papo Waisman

Actriz, madre

A partir de la cinta con Buñuel se convierte en la actriz internacional que sigue siendo hoy. ¿Cómo fueron los primeros rodajes fuera de España?
Tuve la suerte de arrancar en Italia, en El gran atasco. Una película en la que estaban todos, no he visto nada igual: Alberto Sordi, Annie Girardot, Ugo Tognazzi, Gérard Depardieu… Muchísimos. Mi personaje era curioso, lo recuerdo muy bien. Era el único punto de drama en este atasco tan cómico, una adolescente a la que violan. Me impresionó mucho hacerlo, y me divertí hasta la extenuación con mis compañeros. Era agosto y estábamos en Cinecittà, donde he rodado tantas veces. Allí conocí a Fellini. Es un lugar que ya no existe.

¿Cómo ocurrió el encuentro con Fellini?
Fue muy divertido. Él estaba rodando E la nave va, y yo con Lina Wertmuller la película por la que me dieron el David di Donatello [Un complicato intrigo di donne, vicoli e delitti, cuyo título en español fue Camorra: contacto en Nápoles], premio que me entregaron Marcello Mastroianni y Giulietta Masina, de la que yo era adoradora. Estábamos en un descanso y un amigo mío, que le había hecho unas fotos para su último libro, me dijo que me lo presentaba. Entramos en el set. Él estaba subido en el barco, y en cuanto vio a mi amigo empezó a echarle una bronca tremenda. “Pero ¡cómo puedes sacarme en esa foto con esa papada, con lo guapo que yo soy! ¡Con esa papada!”. Era divertido, pero heavy. En ese momento bajó por las escaleras y me vio. Se dio cuenta de la situación y me pidió perdón besándome la mano. “Perdóname, Ángela”. Así que mi primer contacto con Fellini fue una disculpa [ríe].

Ya como estrella internacional encadena películas, algunas grandes como El corazón del bosque, de nuevo con Gutiérrez Aragón, y otras más pequeñas y arriesgadas, como Los restos del naufragio, de Ricardo Franco.
Sí, con una historia de amor tan extraña pero tan romántica con Fernando Fernán Gómez, casi rocambolesca. Cómo era Ricardo, de no creértelo. Es un filme sustancialmente distinto a cualquier cosa que puedas imaginar, tiene un halo melancólico muy sorprendente.

¿Era una apuesta personal combinar distintas propuestas?
Cuando creo en algo creo de verdad, no importa el tamaño o el riesgo. Si creo en el proyecto, me lanzo.

Otro papel icónico de esa época es el de La sabina.
Muy potente. Fue un trabajo en el que casi sucedía en el set lo que contábamos. La rodamos a doble versión. Ovidi Montllor hace de mi hermano y tengo con él una de las escenas más bonitas que hubiera podido imaginar. Era muy amigo mío. Se nos fue tan pronto… Había actores de Bergman, actores americanos, y disfrutamos mucho. Fue muy laborioso, a pesar de que estábamos en el sur y su arte es contagioso, se apodera de ti, porque es una película que parece estar atravesando un desierto de incomprensión. Es rara, está incomprendida. Se vive una situación de mito, pero como todo lo que sucede en la vida, es un exceso de sentido. Y más con estos temas, con los mitos que envuelven a los pueblos.

Son también los años en los que se convierte en madre. ¿Cómo se combina la maternidad con una carrera tan intensa?
Es lo más importante de mi vida. Tenías que organizar los contratos, asegurarte de que los apartamentos tenían lavadora, te llevabas a una persona para que se quedara con el bebé, fuera a la compra… Era harto complicado, un trabajo de relojería, de organización. Pero una vez que estaba claro, funcionaba. Generabas un hogar temporal, con todo en su lugar. Era bonito, porque llegar del trabajo y ver a tus bebés, darles de mamar… Pude vivirlo y disfrutarlo.

¿Cree que ser madre dificultó su desarrollo profesional de alguna manera?
Yo soy muy antigua, para mí lo primero es la familia y el sentimiento. Yo a mis hijos los he soñado, antes de tenerlos los he sentido, he sentido que me llamaban, que venían. Así que para mí eso era lo primero, no hacía cálculos. Luego ya la vida se iría adaptando, pero mi alma me decía cuál era mi prioridad. Y para mí la familia es sagrada.

Son las cosas de la vida

Otro nombre propio de su carrera es Jaime Chávarri, con el que empieza a colaborar en A un dios desconocido y continúa con Bearn o La casa de muñecas, El río de oro
Esa es tremenda. En una escena, Francesca Annis me tenía que tirar del pelo y vaya si lo hizo, me arrancó un puñado. Me asusté y todo. Era una gran actriz [ríe].

…y el gran éxito llega con Las cosas del querer. Quizás la más exitosa de su carrera a nivel comercial.¡Y fíjate que no se llevó ni un premio! Fue el público el que la premió. Estaba destinada, creo yo, porque es una película llena de defectos, quizás tiene más defectos que virtudes, pero está viva. Tiene una enjundia, un gracejo que hace que siempre que la ves te enganche. A mí me dio de lleno, porque retrata el mundo de mi infancia. Esos teatros, esas historias, esos camerinos, esa vida.

Detrás de la película estaba Luis Sanz, productor mítico de ese cine que Las cosas del querer homenajea. Alguien capaz de parar el rodaje hasta que el caracolillo quedara exactamente como el de Estrellita Castro.
Totalmente. Controlaba todo, hasta los botones de las camisas. Los temas musicales los elegía él. Estuve a punto de no hacer la segunda parte porque no me gustaban las canciones. Pensaba que eran lentas, más aburridas. Pero al final los productores argentinos nos insistieron tanto que nos arriesgamos. Pero Luis mandaba; eligió esas y sus razones tenía. Cuando he vuelto a ver la segunda parte, la he descubierto como muy elegante y muy hermosa, porque los protagonistas se enamoran de verdad. Sigo pensando que las canciones se hacen largas, pero es mi visión.

¿Cómo fue para usted reencontrarse con esas bambalinas en las que correteaba de niña?
Muy divertido, era como estar dentro de un sueño o dentro de la memoria.

Manuel Bandera y usted se convirtieron en estrellas en Argentina.
Sí, y es su primera película. Manuel tiene una voz sencilla y aterciopelada que a mí me chifla. La pareja era perfecta, aunque estaban destinados a quererse solo como amigos y artistas. Era también la primera vez que cantábamos copla. Yo no pensaba que pudiera hacerlo, pero te sale, lo llevas dentro. Lo llevamos dentro todos, cada uno a su manera.

¿Estaba la figura de su padre presente en su interpretación?
Me inspiré en él, claro. La única vez que vino a un rodaje en mi vida fue en Las cosas del querer. Era una escena en un camerino, no te lo pierdas, pero como siempre el azar es un exceso de sentido. Estábamos en ese camerino, que parecía el de los Hermanos Marx, con todos los técnicos apelotonados y mi padre al lado de la cámara. Es el momento en que mi personaje le dice a su madre que está harta de que se lleve la mitad de lo que gana. Es una escena preciosa, y cuando la veo pienso: salió tan hermosa porque estaba mi padre ahí.

Él fallece poco después.
Me agarró una depresión inabordable, no podía con ella. Me desconecté de la vida, no sabía salir de esa tristeza. No sabía vivir sin mi padre, se fue mi alegría y no la encontraba. Algo se interpuso entre la vida y yo. No podía trabajar, pasaban proyectos por mis manos y no podía aceptarlos porque no podía abordar nada.

Al cabo de casi un año, Jorge Silva Melo, al que llamaban el Woody Allen portugués, llamó a mi puerta. Era el director de la Filmoteca en Lisboa. Me ofrecía una película junto a Jerzy Radziwilowicz, al que yo veneraba porque le había visto en el cine de Andrzej Wajda. Un actor frío y contundente, muy sabio trabajando, de hecho también dirige teatro. La historia me gustó, me sorprendió, tenía algo de Antonioni. Una pareja de profesores de universidad adopta a un chaval y todo empieza a desmembrarse, eso acaba con la pareja. Como yo no me veía con fuerzas, Silva Melo me propuso: tú te vienes a Lisboa, yo preparo un plan B y no firmamos nada, pero te aprendes el papel. Cuando llegué al hotel, me había preparado una habitación con una filmoteca en chiquitito. Me dijo: “aquí está el mejor cine mundial, desde los Lumière. Hagamos un pacto. Cuando sientas que te invade el llanto, ponte una película. No llores sola, acompáñate del cine. Escoge la que quieras, son todas obras maestras”. Y aunque me costó un momento el juego, porque yo no estaba para jugar, acepté.

Y lo cumplí. Me acomodé en ese hotel, que era muy especial, regentado por una ancianita rodeada de gatos que se peinaba su largo pelo blanco. Y me puse a ver las películas. Con ellas sentí que se deshacía el hielo, el cristal que me separaba de la vida. Salí de ese encantamiento que me había hecho sufrir, me armé de valor. Y fue porque el cine me acompañaba en mi dolor.

Son los años en los que también trabaja con Bigas Luna, en Lola.
Gran amigo, gran persona. Fundamental en mi vida y en mi cine. Lola para mí es una ópera, así la sentí. La muerte de Lola me parecía digna de El lago de los cisnes. Qué inútil es el amor cuando no es correspondido. Además era una crónica real, tiene un poder diferente. Me pasó lo mismo en Mal de amores, en la que interpretaba a una persona que estaba en la cárcel porque había quemado con ácido a alguien. Quise visitar a la reclusa real en prisión, pero la trasladaron no recuerdo dónde. El caso es que sentía zozobra, me parecía que se me había escapado, que la necesitaba para comprender su punto de vista. Necesitaba sus razones. Y de algún modo las encontré.

Era el primer día de rodaje en Barcelona, estábamos en la Plaza del Rey. Eran las ocho de la mañana, y yo estaba esperando que abrieran los bares para tomar un café. Una mujer joven estaba fregando el pavimento, me vio y se acercó. Empezamos a charlar y me dijo: “me da mucha vergüenza, pero me atrevo a acercarme a usted porque he estado en la cárcel con la mujer a la que interpreta”. Resulta que yo había contado la historia el día anterior y lo había leído en la prensa. Así que me contó cómo era este personaje, me enteré de que era esquizofrénica y que hacía cosas como arrojar lo primero que pillaba a la gente porque siempre pensaba que estaban hablando mal de ella. Estaba enferma. Eso me hizo hilar cabos, y desde ahí la interpreté: no como un personaje malévolo, sino como un personaje enfermo.

En 1996 llega Carne trémula, el papel más importante que ha hecho para Pedro Almodóvar.
Pedro es Pedro. Es muy apasionado, muy exigente, muy riguroso, muy dotado. Es genial. Tiene un mundo muy concreto, y se esfuerza para que lo que rueda se corresponda con él. Nos costó unos días encontrarnos el punto, nos costó un poco. Pero lo encontramos, y fue muy hermoso. El primer día de rodaje tuvimos un momento raro, hicimos 35 tomas de una escena porque él aseguraba que yo no había mirado un clavo, y yo le decía que sí lo había hecho, en la primera toma. Al terminar el día le dije que yo estaba ahí para ayudarle a lograr su película, que no pasaba nada si algo nos costaba. Él me respondió que seguiríamos trabajando. Al llegar día siguiente, nos mandó hacer una improvisación, en la que yo me recreé porque integré lo que de alguna manera también tenía que decirle a él. Eso le divirtió. Al acabar ese día, me confesó que sí había mirado el clavo en la primera toma de nuestro desencuentro, y a partir de ahí todo fue como la seda. El pálpito del cine de Pedro está en su continuidad histórica, que se desarrolla en el tiempo, de una manera muy diferente a como uno lo hubiera podido imaginar, y eso me interesa mucho. Me encanta trabajar con Almodóvar porque él es muy actor, y eso a los intérpretes nos da la vida.

Con la perspectiva que ofrece el tiempo, ¿cómo ha evolucionado Ángela Molina como actriz?Inevitablemente la experiencia es la madre de la ciencia, aunque este oficio siempre está naciendo. El amor por el oficio se renueva también, es insondable. Cambia porque los personajes son distintos, su edad determina el acercamiento que tienes con ellos. Como la vida misma. Es hermoso compartir trabajo con los jóvenes, aprender con ellos, y tenderles puentes con los mayores. En este universo de relaciones humanas llegas a un lugar en el que te va quedando menos tiempo y lo vives todo con una singular distancia. Aunque sigues formando parte de lo que soñamos juntos. Ese cine que aumenta y conserva la libertad en la tierra, esta tierra nuestra que clama por ser escuchada.

Aunque usted no ha dejado de trabajar, ¿cómo valora el hecho de que tantas actrices maduras trabajen menos porque no hay papeles para ellas?
Yo he tenido épocas de trabajar menos que otros, pero no tiene que ver con la edad. A veces no ha sonado el teléfono como hubieras necesitado, querido y soñado, pero no en relación a la edad.

La industria del cine está en el punto de mira por el trato que se ha dado a las mujeres. Alguien que ha trabajado desde los años setenta, ¿percibía machismo?
No he percibido el machismo en mi vida, para mí el hombre siempre ha sido un igual y lo he sentido de manera fraterna. En mis inicios sí hubo alguna movida de alguien que quiso pasarse, que te quedas, ¿perdón? Y no das pie porque no procede. Pero nunca lo consideré machismo, sino un idiota que no sabía respetarte y pretendía lo que no era. Al tener tantos años, una ha vivido casi de todo, pero no lo valoro en esos términos.

¿Qué espera de su carrera después de este Goya de Honor?
Me ha ido bien no esperar nada. Que sea lo que dios quiera. Solo espero seguir amando nuestro trabajo y la vida.