Y el Goya de Honor es para…

Goya de Honor 1994 · 8 Edición
Tony Leblanc
Madrid, 1922 – Villaviciosa de Odón (Madrid), 2012
Muy conmovido y con cierta incredulidad, Tony Leblanc subió al escenario, en la gala de 1994, para recoger su bien merecido Goya de Honor. Le llegó el premio con 71 años, tras una carrera vibrante y muy variada dentro del ámbito cinematográfico. El actor expresó su desconcierto con humor: “llevo 11 años sin hacer cine, y de repente, la Academia se saca de la manga un Goya de Honor y me lo entrega”.
A pesar de ese hiato en su carrera cinematográfica, a causa de un grave accidente de tráfico, lo cierto es que hasta ese momento ya había rodado más de 60 películas y desconocía que su presencia seguiría siendo reclamada. Quince años después de retirarse, en 1998, Santiago Segura le rescató para Torrente, por cuyo papel consiguió el Goya a Mejor Actor de Reparto, un premio que recibió con una profunda emoción, entre lágrimas. Hizo con Segura tres entregas más de la saga, entre 2001 y 2011.
Siempre fue un trabajador incansable. Su pasión por el espectáculo se hizo manifiesta desde bien joven. Con tan solo doce años decidió apuntarse a clases de canto y baile, mientras trabajaba como ascensorista en el Museo del Prado, en el que su padre ejercía de conserje. Polifacético, también lo compatibilizaba con el boxeo, que era otra de sus grandes aficiones, y que practicaba casi de modo profesional. De hecho, ganó el campeonato de Castilla en pesos ligeros.
Sus primeros pasos en el mundo del espectáculo los dio como bailarín en la compañía de Celia Gámez y, como intérprete, se dio a conocer en la Compañía de Nati Mistral con la comedia musical Te espero en el Eslava (Luis Escobar, 1957).
Consolidó su carrera como actor en la década de los cincuenta con títulos tan populares como Las chicas de la cruz roja (Rafael J. Salvia, 1958) junto a la por entonces ‘Conchita’ Velasco o Los tramposos (Pedro Lazaga, 1959). En los sesenta, funda su propia productora al tiempo que sigue sumando éxitos como actor con películas como Historias de la televisión (José Luis Sáenz de Heredia, 1965) o El hombre que se quiso matar (Rafael Gil, 1969), un éxito que se prolonga durante las siguientes décadas, hasta que un accidente lo aparta de los escenarios durante casi veinte años. Su regreso en los noventa supuso una inyección de vitalidad para un gran trabajador nacido para el espectáculo.