Gustavo Salmerón, director de Muchos hijos, un mono y un castillo, reflexiona sobre este filme de no-ficción  nominado a Mejor Película Documental

A los que nos dedicamos a contar historias nos conviene estar muy atentos a los primeros impulsos. Si además estos impulsos son ideas para una película absurda e inútil, con mayor motivo debemos prestarles atención. Porque están directamente conectados con el juego y la infancia, que es el caldo de cultivo para la creación más personal.

He comprobado en mis propias carnes que si llevas ese primer acto irreflexivo de hacer una película sin sentido hasta las últimas consecuencias y eres constante y paciente en el desatino, se revelará en todo su esplendor nuestra parte más idiota. Y claro, esto resulta triste y deprimente en principio, pero si insistes te darás cuenta que ese idiota es nuestro mejor aliado.

Es sabido el valor que le dan los cómicos y grandes payasos a encontrar el alma de su idiota más genuino. Consideran este hallazgo fundamental para la comedia, y si no que se lo digan a Chaplin, Buster Keaton, Los Hermanos Marx, y también sabían un rato de esto Lubitsch, Billy Wilder, Berlanga y tantos otros.

Ellos hacían en su mayoría comedias, pero sabían que todas las películas, aunque sean dramas, deben tratarse como comedias, y las comedias como dramas, y para ello hay que tocar fondo con honestidad y mostrar sin pudor nuestra belleza y nuestra miseria. Sin temor ni expectativas.

Porque, como todo el mundo ha experimentado alguna vez, en la situación más trágica de la vida también aparece de manera espontánea la comedia. Por lo tanto, puedo decir que Muchos hijos, un mono y un castillo es una comedia. Aunque también es un drama, una crónica, un homenaje, un relato, un diario y por supuesto una búsqueda de mi idiota y también de mi niño, que abandoné vilmente años atrás creyendo que tenía que mostrarme como un tipo serio y adulto. Gran error.

Comencé a rodar hace 15 años sin saber bien por qué, con un planteamiento disparatado, sin equipo, sin guión, sin una idea clara, solo impulsado por el placer que me proporcionaba ver a través del visor de la cámara a mi madre siendo y estando en todo su esplendor. Real, auténtica, sin artificios, como los grandes cómicos, que con generosidad ponen al servicio de la historia su ya mencionado idiota, o el tan preciado núcleo de su ridículo, para llegar a la excelencia. No hay otro camino.

Y tuve suerte, porque a mi madre le importa bastante poco el juicio del otro, su conexión con el juego está tan arraigada que eleva a sagrado el acto. En este caso el juego era rodar una película.

Esta ha sido su mayor enseñanza.

Y he tenido a los mejores compañeros de juego que se puede tener: mis queridos y talentosos hermanos.

Al otro extremo de la protagonista, funcionando como opuesto complementario, en la vida y en la película, se encuentra mi padre: previsor, paciente, equilibrado, sereno y constante. Gran referente para mí cuando atravesaba la incertidumbre de tantos años ante el lienzo en blanco. Pero gracias a la paciencia y la constancia heredada, ese vértigo causado por la falta de claridad e ideas resultó ser también fascinante. La fascinación del vacío. El hombre que ante la llegada del tsunami se queda petrificado deleitándose ante tanta belleza que se aproxima inexorablemente y claro, es devorado por la ola gigante. Yo siento que esta gran ola de 14 años (observando y rodando) me ha vapuleado, golpeado, envejecido, y casi acaba conmigo. No solo por el desgaste lógico del paso del tiempo, sino por el precio que he pagado por esa obsesión mía de atrapar la verdad y dejar de lado, entre otras cosas, mi amada carrera de actor.

Mientras avanzaba este viaje de autoconocimiento, el juego se revelaba en todo su esplendor, y la vida, que no está exenta de magia, me iba mandando señales, pistas directamente relacionadas con el tema central de la película: la luminosa e imprescindible muerte. ¿Y quién mejor para enviarme señales mágicas que mi bisabuela asesinada en la guerra?

Gracias bisabuela Julia por iluminarme el camino para acabar la película. Gracias por dejarme usar tu vértebra para la trama, gracias por haber amado a mi madre durante su primer año de vida. Y, sobretodo, gracias por hacerme comprender que los bandos enfrentados se diluyen en el más allá, fundiéndose en un abrazo luminoso y eterno.