Infinitas curiosidades | Julieta Serrano y Benedicta Sánchez

Foto: ©Papo Waisman

Recogieron el Goya cumplidos los 80 años, Julieta Serrano como Mejor Actriz de Reparto por Dolor y gloria y Benedicta Sánchez como Mejor Actriz Revelación por O que arde

 

| Por Enrique F. Aparicio

El Goya que recibió Benedicta Sánchez como Mejor Actriz Revelación por O que arde fue el primero de cuantos se entregaron el pasado 25 de enero en el Palacio Martín Carpena de Málaga. La intérprete –no tanto cinematográfica sino de su propia vida– se detuvo un momento antes de subir al escenario para sonarse la nariz con un sencillo y terrenal pañuelo de papel. El evento más glamuroso de nuestro país se suspendía en el aire durante unos instantes para retratar la estampa más costumbrista de sus 34 años de historia. Unas horas después, otra actriz octogenaria era también requerida en el panteón de los mejores trabajos actorales del año. El recorrido que llevó a Julieta Serrano hasta la estatuilla es antitético en lo artístico al de Benedicta Sánchez, pero rima con él en lo vital. Dos mujeres que pagaron a precio de oro su libertad se cruzaban fugazmente en el infinito, allí donde se juntan las líneas paralelas. Una, actriz ultrarreconocida de nuestro cine, teatro y televisión; otra, emigrante, fotógrafa y buscavidas, en el sentido más heroico del término. Ambas supervivientes de años en los que sus aspiraciones y necesidades no encajaban en la norma. Las dos, en zapatillas, a ras de alfombra roja, tablas teatrales o campo gallego, en su infinito camino en el que el miedo, que en palabras de Sánchez es “falta de curiosidad”, quedó muy atrás.

Lo  primero que hizo Julieta Serrano en el cine fue “cruzar un paso de cebra con Sonia Bruno en una película de Manuel Summers”. Efectivamente, IMDB la acredita como ‘compañera de Ángela’ en El juego de la oca, cinta de 1965. Tenía entonces 32 años y una considerable experiencia en el teatro, que “no morirá nunca porque es sagrado”. Desde aquel cruce de calle hasta el papel “corto, pero que el gran talento de Pedro Almodóvar hizo grande” en Dolor y gloria, incontables jornadas de trabajo y una presencia en el cine con un ratio incomparable de papeles icónicos. El camino que la ha llevado hasta su primer Goya, que recayó en sus manos pocos días después de cumplir 87 años, empezó antes de que naciera. Sus abuelos eran actores y tenían una compañía de zarzuela, aunque ella nunca les vio actuar. Debajo de su casa natal en Barcelona se situaba el club de natación Montjuïc. Para recaudar fondos, su padre montó una función de Don Juan Tenorio con los vecinos: “lo inédito es que Don Juan era mi padre, y yo era Doña Inés. Tenía 13 años y debajo de la toca escondía mis trencitas”. Destapada la vocación interpretativa, fue precisamente su progenitor a quien menos gracia inspiraba el destino de la niña. “Ser actriz era una contradicción. Eras considerada una persona inmoral, porque se te aparejaba una liviandad que no estaba permitida”, pero la joven enseguida tuvo las cosas claras. “El teatro fue una terapia: me podía abrir, liberar… encontrar un espacio donde había belleza, expresión, comunicación”.

La madera de las tablas que Serrano se acostumbró pronto a pisar quizás proviniera de algún bosque gallego, como los que arden en la primera cinta de Oliver Laxe nominada en los Goya. En esa “terra meiga” se encarnó Benedicta Sánchez, un espíritu libre cuya vida es más potencialmente cinematográfica que la frágil historia que la llevó hasta un inesperado Goya en Málaga. Si en O que arde materializa la quintaesencia de la maternidad rural –impagable ese ‘¿tienes hambre?’ con el que arranca su personaje–, Sánchez ha tenido que batallar con las tradiciones que se le imponían. Permitamos que sea ella quien cuente su historia.

“Yo nací en San Pedro Félix. Mis padres emigraron a Cuba por la guerra, y luego regresaron. Por problemas políticos, a mi padre lo llevaron preso y estuvo en la cárcel cuando yo quería estudiar. Mi madre se quedó sola con mi hermano y conmigo, y yo tuve que quedarme con las ovejas. A los 14 años mi maestra le dijo a mi padre que yo tenía que estudiar, y me llevó un año para su casa. Después me fui a una pensión y conocí al que se convirtió en mi marido. Nos casamos en San Pedro a las siete de la mañana porque no había dinero. En los años sesenta nos marchamos a Brasil y yo regresé en el 79. Volví separada, aunque no legalmente, y con una niña”.

En ese país, Sánchez se dedicó a la fotografía. “En Brasil trabajé como autónoma y allí no vi a ninguna mujer que hiciera como yo. Ellas ayudaban a los hombres, pero no trabajaban solas. Me entristece, porque en aquel entonces no sabía mucho de la vida, confiaba en la familia y me volví a España. Cuando regresé, me encontré con miseria y más miseria. Yo solo quería unos metros cuadrados para hacer mis fotos, y no se me concedieron. Desde que regresé, no volví a trabajar en fotografía”. Esa hija con la que volvió de Brasil fue la que la apuntó al cásting de la cinta de Laxe, que sintió un flechazo al conocer a la improbable actriz, que acudió a los Goya fiel a sí misma: “de Adolfo Domínguez pero sin dientes. Creí que Oliver me iba a pedir que me pusiera una dentadura para la película, pero solo me pidió que me dejase el pelo largo. Cuando alguien me propone cortarlo, le digo que no, que mi pelo es de Oliver…».

Foto: ©Papo Waisman

Lección vital

Habíamos dejado a Julieta Serrano en las tablas del teatro catalán. En su discurso de agradecimiento en los Goya, se acordó de “Berta y Alicia”, compañeras inseparables en su salto a Madrid: Berta Riaza y Alicia Hermida. «Éramos tan pobres que lo compartíamos todo. De 1958 a 1961 viví en una habitación sin derecho a cocina. En los tres años siguientes compartí piso con dos estudiantes, una de Puerto Rico y otra de Puertollano”. Establecida en la capital y con un prestigio en aumento constante, fue precisamente en un fugaz regreso a su ciudad cuando un encuentro entre bambalinas marcaría su carrera para siempre. «Estando de gira con La casa de Bernarda Alba llegamos a Barcelona, y allí Mario Gas tenía una troupe de gente y un local, donde pasaron los cortos que hacía Pedro Almodóvar. Él estaba en la compañía, y yo ya conocía su capacidad para divertirnos y hacernos reír con lo ingenioso y brillante que era, eso lo vivía cada día. Pero esa noche descubrí cómo era como creador”. Para una intérprete a la que el humor le daba “miedo, estaba encasillada en el drama y no tenía confianza en mí”, el ofrecimiento del manchego le sacudió los remilgos. “Cuando me ofreció Entre tinieblas pensé: esto no sé cómo se hace. Pero me obligué a no decir nada y hacerlo. Me dejé llevar, y lo sigo haciendo”. El resto es historia bien conocida del cine español.

Esa falta de pudor es compartida por Sánchez, que aplica al medio audiovisual la valentía bregada en la vida. “Me da igual estar en el sitio que sea, como sea, como me quieran, incluso desnuda. Nací sin ropa, así que no debe de ser pecado. No me importa cómo me saquen. Ni por la belleza ni por la virginidad acepté nunca que un hombre se me acercara”. Benedicta Sánchez aprendió la lección de la fiereza cuando tocó hacerlo: “volví a España sola con una niña y la registré como soltera cuando ella tenía ocho años. No quería que su padre la reconociese porque me negaba a aceptar que mandara en las dos. Yo necesitaba el permiso de mi marido para todo y no quería que eso continuara en ella”. Una fiereza desde la que también brota la empatía animal de su Benedicta de ficción en la cinta de Oliver Laxe: “si un caballo me da una coz, yo le doy cebada, no una coz al caballo”.

Minutos después de abandonar el escenario de los Goya –otro más de los lugares a los que a Benedicta y Julieta llevó su infinita curiosidad–, unas declaraciones de Sánchez se hacían virales: “me da pena [haber ganado], porque somos cuatro, y no me gusta competir, me gusta colaborar”. La presencia de sus dos cuerpos enjutos, terrenales y frágiles en el más elevado de los planos de nuestra cultura es una muestra de que esa apuesta por la libertad propia puede tener un reconocimiento, aún efímero, en mitad del dolor, el fuego y la gloria.