Luis López Carrasco y Sergio Jiménez: “El año del descubrimiento es una memoria social”

Foto: ©Papo Waisman

| Por Enrique F. Aparicio

El 3 de febrero de 1992, España estaba invadida de ‘Curros’ y ‘Cobis’. La euforia ante los inminentes Juegos Olímpicos y la Exposición Universal atravesaba el país, de Sevilla a Barcelona, en un tren de alta velocidad. Ese día, mientras todos los ojos estaban puestos en los actos que debían confirmar la madurez y la prosperidad de la adolescente democracia española, el parlamento autonómico murciano ardió. La situación de incertidumbre laboral en la ciudad, en plena crisis industrial y con una pérdida enorme de puestos de trabajo, llevó las protestas hasta la histórica sede de la institución en Cartagena. Luis López Carrasco recorre en El año del descubrimiento la situación que provocó la revuelta y sus consecuencias. Jugando con la estética noventera y en pantalla partida, la cinta, ganadora de dos goyas –Mejor Película Documental y Mejor Montaje para Sergio Jiménez– propone un mosaico de intervenciones en primer plano, donde “el relato” está por encima de la imagen, en un filme que montaron “casi de oídas”.

El Goya a Mejor Montaje de El año del descubrimiento es el primero de un documental más allá de su categoría. ¿Quiere eso decir que en su montaje está el núcleo de esta obra?

Sergio Jiménez: Es significativo. El tándem dirección-montaje es fundamental, existe desde que existe el cine, así que tiene sentido que la primera vez que se premia algo técnico sea el montaje.

Luis López Carrasco: Cuando reconoces el montaje de un documental, desde mi punto de vista, estás premiando a todo el equipo técnico. Además, en el documental el montaje también es guion, así que se está premiando su concepción, su estructura narrativa. Lo que más me sorprende es que haya ganado una película de tres horas y veinte minutos en pantalla partida, tanto una categoría como otra.

SJ: El premio a montaje lo siento como compartido, porque Luis y yo hemos montado a cuatro manos, dos cerebros y dos latidos. Era imposible abarcar esta película de otra manera.

La propuesta de la cinta consiste en explicar unos hechos a través del discurso de sus testigos. ¿No es la selección de esos testigos ya una decisión de montaje?

LLC: Teníamos cincuenta personajes y en la película salen cuarenta y cinco. Una película como esta es en un 80% su casting, porque determina el resultado. Las preguntas formuladas en el casting, que son guion puro y duro, encuentran el relato que estamos buscando. A partir de ahí, la selección del material es un acto creativo, un acto de escritura, y por lo tanto también un acto que pertenece al montaje. Son procesos hermanados. Pasaba algo similar en El futuro [ópera prima de Carrasco, también con Jiménez en el montaje]: ¿el guion es el casting? ¿El guion es encontrar el tono? ¿El guion es ver las películas adecuadas? Es difícil de precisar.

SJ: Desde el principio teníamos el compromiso férreo y sincero de que todos los entrevistados aparecerían en la medida de lo posible, y efectivamente casi todos entraron. De la misma manera, en paralelo, decidimos no sobreeditar la película. La gente tenía que tener su propia voz: con sus silencios, sus toses, parpadeos, lo que fuera. Solo nos permitíamos un corte cada cuatro minutos.

LLC: Más difícil que montar la doble pantalla fue, cuando llevábamos ya siete meses de montaje, empeñarnos en que en la última parte tenían que aparecer todas las empresas en crisis. Hubiera facilitado mucho el montaje quitar una de ellas, y dejarlas en dos. Pero esa gente que había venido y nos había explicado su historia se merecía estar en la película. Eso hizo que los dos últimos meses de montaje fueran dificilísimos. Teníamos un compromiso que va más allá de lo cinematográfico, porque si fuera por lógica cinematográfica hubiéramos dicho: todos estos fuera. Que así ya tenemos la película perfecta y con una duración de dos horas cincuenta. Nos rompimos la cabeza para resolver ese puzzle.

¿En qué momento se decide usar la pantalla partida, la yuxtaposición de imágenes? ¿Cuál es su intención?

SJ: Como el dispositivo de rodar en un bar facilitaba la producción, Juan Alba, el ayudante de montaje, estuvo todos los días allí digitalizando las cintas de Hi-8 con que se rodó –y que ayudaban a esa ilusión de imágenes atemporales–. Yo fui los primeros dos días y los dos últimos. Juan y yo estábamos revisando esas cintas, a tiempo real por si algo fallaba, y en un momento dado, estábamos revisando la grabación a dos cámaras una al lado de la otra. Pensamos que era una composición preciosa. Probamos a sustituir la segunda pantalla por otra cosa, y quedó el relato en un lado y unas imágenes en la otra que elevaban nuestra experiencia como primeros espectadores de la película. Se lo comentamos a Luis y le gustó mucho, pero dejamos respirar la idea unas semanas. Cuando nos metimos en montaje, volvimos a probar y lo vimos claro. Esta es una película donde el viaje dialéctico es más importante que el estético. La importancia está en el rostro, en el verbo y la palabra.

LLC: Pasó algo que excedía el planteamiento riguroso que teníamos: planos cerrados, primeros planos, un espacio cerrado… Vimos varias secuencias, algunas más de discusión y otras menos narrativas, y en ambos casos la experiencia se amplificaba con la doble pantalla. Fue maravilloso que producción, Luis Ferrón, estuviera a favor de que nos la jugáramos. Montamos un par de secuencias a una pantalla y a dos para mostrárselas, y apostaron por ello. La libertad creativa que nos da La Cima es única.

SJ: No nos ponen aranceles de ningún tipo. Y lo necesitamos, porque nosotros pensamos más en gente que en público, más en espectadores que en audiencia. Queremos llegar siempre a la mejor pieza posible que pueda nacer de los corazones de los implicados.

LLC: Esta película, además, teníamos claro que habla de una realidad social que tiene que ser comprensible. La película tenía que tener claridad expositiva. Por eso introdujimos cartelas, mapas, infografías… Queríamos que personas similares a las que aparecen en el filme pudieran ser su público.

Fueron nueve días de rodaje y nueve meses de montaje. ¿La película fue cambiando mucho en el proceso?

LLC: Tendríamos que revisar la documentación para saberlo, porque fue un proceso sumamente largo. Raúl [Liarte] y yo incluso hemos escrito un guion basado en las treinta entrevistas de documentación que hicimos para la película, antes de los castings. De esas entrevistas nació una estructura narrativa que consistía en un día en ese bar, de los desayunos a la noche. Ya existía entonces la estructura en tres actos y el último ya consistía en que los protagonistas históricos de los hechos los contextualizaran. Eso estaba bastante trabajado. A partir de ahí, en rodaje le decía a la gente, que se solía reír, que la película duraría entre tres y seis horas. Pero era sencillo: son cincuenta personajes, a poco que cada uno salga cinco minutos, son 250 minutos. La coralidad y la complejidad de la película iban a condicionar su duración, eso estaba claro, porque este filme es una memoria social. Un recorrido de ochenta años.

Cuando yo soñaba con la película, soñaba con esta película. Mi miedo era conseguir que la gente se comportara de cierta manera delante de una cámara, pero lo que quería conseguir es lo que sucedió. Eso contando con todas las aportaciones del equipo técnicos y de los entrevistados, claro.

Los hechos de los que se habla, los problemas que trata la cinta, están casi en su totalidad en fuera de campo. Hasta el final no vemos una imagen de aquello que se explica. ¿Cómo creéis que modifica eso la relación del espectador con lo que se cuenta?

SJ: Teníamos muy claro que el viaje era dialéctico. Desde los primeros visionados, descubrimos que estábamos montando casi de oído. El relato es lo mágico de la propuesta, aunque no sea tan vistoso como la doble pantalla. A esa gente hablando y recordando la podrías ver con los ojos cerrados. El montaje consistía en que las cosas dialogaran entre ellas: tanto el fuera de campo o las pantallas en negro como los diálogos, los textos, las imágenes… Más que con primeros planos, planos generales o contraplanos, hemos montado palabras, hechos y confesiones. Con eso hemos dibujado el mapa imaginario de lo que pasó ese día.

LLC: Hay una promesa narrativa al inicio de la película, la de que vamos a hablar de algo. Pero ese algo no llega hasta la tercera parte. Y el último plano de la película es una imagen de eso de lo que se lleva hablando toda la película. Pero hablar de fuera de campo es meterse en un berenjenal, porque ¿la pantalla B es el fuera de campo de la A? ¿Puede haber fueras de campo sonoros?

En el montaje de El año…, de alguna manera, también hay unas imágenes que todos tenemos en la cabeza, las de esa España de 1992 triunfante. ¿Cómo se relaciona con esa concepción mental del año de la Expo, de las Olimpiadas… pero también de Alcàsser?

LLC: Y de la fundación del IBEX35, y de la firma del Tratado de Maastricht. También del asesinato de Lucrecia, el primer asesinato racista salvaje, el mismo día de los de Alcàsser. Éramos conscientes de que estábamos haciendo una película sobre un asunto que se había tratado de manera vaga y genérica: la reconversión industrial. Un asunto que afectó a 800 mil puestos de trabajo en España. Se ha tratado en Los lunes al sol o Pídele cuentas al rey, pero en general es un asunto ignoto. Solo por eso había un planteamiento de lectura. Había algo de desmontar un mito, un mito glorioso, de progreso. Lo que mostramos es uno de los contraplanos posibles a ese mito. ¿Cuántas Españas había en 1992 que no formaban parte de la imagen oficial? Ellos mismos lo decían: ‘el que se mueva, no sale en la foto’.