Invadido por otro

©Marino Scandurra

©Marino Scandurra

El director y coguionista de La isla mínima cuenta cómo vivió los Goya

He de decir que la noche de la gala de los Goya la pasé como invadido por otro, viviéndolo todo desde fuera. Como en una extraña película de ciencia fi­cción, alguien que no era yo se había apoderado de mi cuerpo y aguardaba sentado en la grada del auditorio. Pocas veces en mi vida he asistido a un acontecimiento que me pareciera tan irreal y feliz al mismo tiempo. Pero también emotivo. Porque esa ­noche obtuvieron su merecido premio alguno de mis compañeros de viaje en estos veinte años de accidentada profesión que llevo.

Por Alberto Rodríguez

Si pudiésemos ir al pasado por unos minutos, a un piso que compartíamos Álex Catalán y yo, en el verano de 1998, nos encontraríamos con un grupo de entusiastas a punto de viajar a Londres –con carnés de estudiante falsificados para que todo fuese más barato–, a rodar a ciegas una película en tres semanas. La película, que se llamaba El factor Pilgrim, la escribí y dirigí junto a Santi Amodeo –compañero del que también me sentí cerca la otra noche– y la montamos a lo largo de los dos años siguientes. José Manuel Moyano, que también recibió un Goya, sacrificó sábados y domingos para acabarla. Cuando dijeron su nombre me vinieron a la cabeza cientos de horas, madrugadas y festivos dando vueltas a una secuencia, a un diálogo…

Y siguieron los nombres, como una cascada irreal pero alucinante: mis compañeros Fernando García y Pepe Domínguez, remando siempre a favor, poniéndome las cosas fáciles y yo poniéndoselas difíciles. Se emocionaron mucho. Yo también, la verdad.

Julio de la Rosa, inasequible al desaliento, intentando descifrar mis ideas y traducirlas a música, y yo poniéndolo difícil. Julio dice que cuando acaba una película conmigo es como si hubiese hecho dos o tres bandas sonoras para varias películas.

Y luego Álex Catalán, flashback al pasado de nuevo, iluminando informativos y yo haciendo reportajes para un programa concurso, charlando sobre algún clásico en un piso nevera con dos sopas de sobre en las manos.

He pasado de todo con Álex, como profesional y como amigo. Fue muy emocionante ver su alegría y la de su hermana Pilar, una de las pocas mujeres operadoras de este país que fue la que le introdujo en este mundo. Sé que él también se alegraba por ella.

Javi Gutiérrez, enorme, que fue tan generoso en esta historia. Le dio a mi madre la alegría de la noche. Raúl Arévalo no ­recogió ningún premio, pero ha sido el mejor compañero. Y ­Nerea Barros, desbordada de alegría. Antonio de la Torre aplaudiendo como uno más.

Rafael Cobos, con el que escribo desde hace diez años. Miles de páginas a la basura, unos cuantos guiones que hemos rodado, unas cuantas historias que no hemos contado porque no hemos podido y alguna que otra alegría como ésta… No pensé que fuésemos a ganar este premio.

Y de pronto me tocó a mí, el premio a mejor dire­cción… Y cuando iba subiendo al escenario, pensando únicamente en no caerme, de pronto vi a De la Iglesia, a Cuerda y a Trueba, cineastas a los que admiro. Y pensé que el invasor que llevaba dentro me iba a ­jugar una mala pasada y el pequeño discurso que había preparado se me iba a olvidar. Ni siquiera sé muy bien lo que dije, en ese momento me acordé de todos mis compañeros de viaje, de todas las películas que he hecho. Las películas son viajes emocionales en los que siempre se queda una parte de nosotros atrapada para lo bueno y para lo malo. Detrás del celuloide, de la escena, del forillo, hay risas, penas, compañeros… Me iba acordando de ­todos y de muchos amigos que han tenido que dejar esta profesión por diferentes circunstancias.

Me sentí recogiendo un premio por una generación que hace unos años soñaba con hacer películas desde el sur, sin medios, sin cabeza y sin demasiados conocimientos. Fue muy bonito. Y también me acordé de una persona que ha sido fundamental en este proyecto: Manuela Ocón, la directora de produ­cción, que no tuvo su Goya, pero sin la cual no habría existido esta película. Es la que más peleó por hacer que fuera posible; estoy feliz de que muchos compañeros se acordaran de ella esa noche.

Finalmente salí del escenario y me metieron en un pasillo, y yo no paraba de preguntar qué había pasado con el Goya a Mejor Película, nadie sabía muy bien… De pronto, uno de los microfonistas de la película, Antonio Mejías, que estaba en el backstage, vino corriendo y medio llorando: habíamos ganado película. Nos abrazamos.

No vi ni oí el discurso de los productores José Antonio Félez y Gervasio Iglesias, dos compañeros sin los cuales probablemente ninguno de nosotros habría estado allí esa noche, pero me alegré tremendamente por ellos.

De pronto apareció la jefa de prensa Elio Seguí, sonriente, más abrazos. Un photocall inmenso esperaba y empecé a contestar preguntas, no sé si yo o el invasor; todavía con la sonrisa tonta, sin saber muy bien qué había pasado y si todo había sido real o producto de un sueño.

Una noche emocionante, vibrante, inolvidable. Aún no la he asimilado. Creo que tardaré un tiempo en hacerlo…