El sonido: la gran mentira del cine

Foto: ©Miguel Córdoba


Por Roberto Fernández,
ganador del Goya a Mejor Sonido, junto a Alfonso Raposo |

Para la mayor parte de los espectadores, el sonido de una película no es más que la realidad captada por un micrófono “mágico”, que situado fuera del encuadre de la cámara recoge los diálogos y los efectos de sonido en perfecta armonía. Igual que cuando escuchamos el mundo con nuestros propios oídos, como espectadores de la vida.

Pero el segmento sonoro de una película, como todo en el cine, es una construcción en la que cada sonido ha sido grabado, editado y mezclado para crear una impresión de verdad. Y precisamente ahí reside todo su potencial: mientras el espectador acepte lo que escucha en una película como verosímil podemos llevarle al territorio emocional que nos interese sin que sea consciente. Es como entrar por la puerta de atrás, sin que nadie se entere.

El público tiene esta noción porque nuestro oído es una herramienta maravillosa, en parte gracias a nuestro cerebro. Es capaz de adaptarse a cambios de volumen bruscos, puede focalizar la atención en elementos muy concretos y es capaz de hacer inteligible al interlocutor más complicado, incluso en los ambientes más ruidosos. Pero los micrófonos son infinitamente más torpes, lo que hace que el rodaje sea el primer desafío para el departamento de sonido.

En el largometraje El reino nos enfrentábamos a dos retos muy significativos: un guión repleto de personajes con muchas líneas de diálogo y una planificación basada en el uso de ópticas muy angulares que primaba el plano secuencia. Con el objetivo de evitar el doblaje, nuestra apuesta fueron los micrófonos inalámbricos escondidos en la ropa de los actores, una técnica muy extendida en nuestros días, que permite no poner límite a las propuestas más arriesgadas de dirección. Desde que los pioneros de la grabación multipista empezaron a explorar esta tecnología en las películas corales de Robert Altman a mediados de los años setenta (Nashville, California Split), su uso no ha dejado de crecer con micrófonos cada vez más diminutos y accesorios que facilitan la ocultación. Una técnica que es un verdadero arte y que requiere de la inestimable colaboración del departamento de vestuario y de la infinita paciencia de los actores. En este caso tuvimos un gran aliado en las corbatas, que permiten esconder fácilmente los micrófonos en una posición ideal para la captación de la voz.

De esta manera, fue posible abordar secuencias complejas como la comida coral con la que abre la película (en la que los actores improvisan y solapan sus diálogos), sin poner límites a la naturalidad y el caos de las conversaciones. Aunque probablemente la escena más difícil de rodar fue el plano secuencia del chalé. La secuencia se desarrolla a lo largo de las tres plantas de una casa en una sola toma de diez minutos de duración, lo que exigía de una coreografía perfecta de los microfonistas con la cámara y distribuir muy bien las antenas para tener una perfecta cobertura de los micrófonos inalámbricos. Todas estas dificultades son asumibles cuando la producción cuenta con la incorporación temprana del departamento de sonido desde la preproducción, para planificar las secuencias más complicadas, realizar unas correctas localizaciones técnicas y en definitiva reducir al mínimo la necesidad de doblaje.

Es en esta fase previa cuando el diseño de El reino empezó a tomar forma. Desde las primeras lecturas del guion teníamos muy claro que el sonido debía acompañar el viaje emocional del protagonista. La historia comienza cuando Manuel López-Vidal disfruta la vida acomodada de un político con poder. Los ambientes en esa primera parte de la película están llenos de actividad y en continuo movimiento, con la idea de reforzar el ritmo ya de por si frenético de la puesta en escena, del montaje y de los sucesivos cambios de localización. En la primera mitad de la película lo que suena es el mundo alrededor de Manuel.

A medida que el protagonista va cayendo, el sonido abandona el tono realista para adentrarse progresivamente en su subjetividad. En la segunda mitad del metraje intentamos plasmar como él percibe su entorno, desde la perspectiva de un personaje que se siente perseguido y acorralado. Y es aquí donde el sonido empieza a jugar sus trampas, especialmente en las secuencias de la gasolinera y en el accidente.

Cuando Manuel llega a la gasolinera, con la sospecha de que alguien sigue sus pasos, los ambientes de las neveras del bar se convierten en un fondo casi musical, creando una atmósfera asfixiante que tiene como contrapunto la cafetera y que va escalando en tensión hasta que consigue huir en su coche. Comienza entonces una persecución de la que somos testigos sin salir del vehículo, donde el ruido del motor fue sustituido en postproducción por turbinas, hélices y sonidos electrónicos, que evolucionan como lo haría el motor real de un coche. Una percepción deformada que va desapareciendo durante la secuencia, para dejar espacio a las respiraciones del personaje, creando un vacío que culmina en el impacto.

Durante todo el accidente, la cámara se mantiene dentro del coche, una vez más el punto de vista del protagonista. Nuestra máxima era huir de clichés sonoros para reforzar el punto de vista subjetivo, de forma que no suena ni un solo derrape de ruedas. Mientras el coche hace trompos escuchamos vibraciones metálicas y sonidos industriales, como si estuviéramos dentro de una lavadora gigante.

La trama termina con una entrevista periodística que es en si misma un resumen del concepto sonoro de la película. Comenzamos escuchando el ambiente característico de un plató de televisión con la gente trabajando y las voces de los protagonistas afectadas por la acústica del recinto. Gradualmente todos los efectos van desapareciendo y los diálogos ocupan un primer término exagerado, casi molesto. Hasta que, en la última intervención de la periodista, llegamos a un silencio absoluto que resulta muy incómodo para el espectador.

Estos son sólo algunos de los engaños sonoros de El reino, cocinados con la intención de que pasen inadvertidos. Nuestro propósito habrá sido un éxito si el espectador, al ver el largometraje, tiene la sensación de que un micrófono “mágico” grabó todo durante el rodaje. Por eso nos atrevemos a afirmar que, de todas las mentiras del cine, el sonido es seguramente la más grande.